El Camionero de Nueva Elqui
Por: Juan Carlos Robles
Corría el año 1925 y el mineral de plata llamado Nueva Elqui, en la alta cordillera elquina,cerca del tranque de La Laguna por el paso de Agua Negras bullía de hombres rudos mineros, albañiles, choferes, apires y administrativos que habían convertido el campamento minero en un verdadero pueblo de la cordillera, los cálculos mal hechos de este rico mineral prometían trabajo y bonanza para muchos años, por este motivo llegaban desde distintos puntos del país hombres y mujeres atraídos por la “fiebre de la plata”, nadie podía dudar de la riqueza del mineral ya que la Sociedad Minas de Plata Nueva Elqui y Don Lisimaco Miranda, dueño de las posesiones mineras, habían adquirido en 1919 los derechos de aguas y ordenaron construir una central hidroeléctrica, aparte de los macizos edificios forjados en roca y hormigón que perduran hasta los días de hoy, orgullo también de los patrones era su famoso andarivel de más tres kilómetros que transportaba el mineral desde los socavones de la mina La Paloma hasta la Planta de Procesamiento.
No contentos con estas inversiones también habían construido un camino para camiones desde Nueva Elqui hasta Rivadavia, donde embarcaban el rico mineral en el tren elquino de carga hasta el puerto de Coquimbo.
Entre los más de seiscientos hombres de trabajo, llego por estos parajes provenientes del norte de nuestro país “El Rucio Manuel”, chofer rudo conduciendo un camión Kenworth 1924, joyita para la época de propiedad de un acaudalado empresario del trasporte del puerto de Coquimbo.
Como decía “ El Rucio Manuel”, era un hombre relativamente joven, alto, de aspecto atlético, brazos fuerte, cabellera rubia ( de ahí su apodo) y ojos intensamente azules, venía con su mujer huyendo del norte chicoteado por la crisis del salitre, junto a ellos venia también su hija “ Pelusa” , una muchachita flacuchenta y pálida de unos ochos años de edad; “ El Rucio Manuel a pesar de su aspecto rudo era un hombre generoso, responsable y justo, la vida no lo había tratado bien, pero a pesar de todo siempre se le veía alegre y dispuesto a ayudar a los demás ya sea con un consejo o con las tareas habituales de sus pares camioneros.
El Rucio Manuel tiraba mineral desde Nueva Elqui hasta la estación de Rivadavia todos los días en su Kenworth de color verde al cual llamaba cariñosamente “El Verdolaga”, cargaba a las seis de la mañana y comenzaba a bajar el empinado y infernal camino con el lucero de la mañana casi tatuado en su amplia frente, para regresar a la faena de la alta cordillera con el ocaso lamiéndole los talones.
-He conducido por este maldito camino setenta y siete veces siete, pensaba para sus adentros el Rucio Manuel una tarde que regresaba al campamento de Nueva Elqui.
– Y sigo siendo el mismo pobre diablo de siempre, cavilaba, pues claro, Nueva Elqui no era toda la plata que brillaba, los malos cálculos de inversión hacían cada día más mezquinos los salarios.
– Si esto no cambia no sé qué voy hacer, seguía meditando, no tengo para donde endilgar el alma
Con estas conversaciones consigo mismo manejaba, cuando de pronto divisa a la orilla del camino casi confundiéndose con la oscuridad de la tarde la figura de una mujer enteramente vestida de negro con un pequeño bulto a paquete de trapo también negro entre sus manos.
– Va qué raro- pensó para sus adentros El Rucio.
– Tantas veces he pasado por este sector y nunca había visto a nadie – efectivamente el sector comprendido entre Infiernillo y la mina de oro El bajadero era lo más desolados de estos parajes
-En fin voy a detenerme para ver si necesita algo- decidió el buen hombre haciendo gala de su buena voluntad
– Buenas tardes Señora o más bien noches, dijo El Rucio a la mujer, pues ya estaba bien entrada la tarde
La mujer de negro inclino la cabeza sin decir nada
– ¿Esta Ud. Bien?, pregunto el camionero
– ¿Quiere que la lleve algún lugar?…
La misteriosa mujer asintió con la cabeza y se empingorotó al camión acomodándose en el asiento del copiloto con su enigmático paquete aferrado entre sus pálidas manos.
– Bueno cuénteme de donde viene, pregunto con naturalidad el Rucio Manuel
– Vengo de visitar el alma de mi difunto esposo, balbuceo la mujer
– Cómo es eso, dijo intrigado el Rucio
– Así es pues, mi esposo era pirquinero de esta mina del Bajadero y murió en un derrumbe justo cuando tenía una rica remesa de oro para sacar, desde que quede viuda y vengo a honrar su memoria de vez en cuando
– Puchas lo siento, dijo el hombre con tono compasivo.
Luego de esta breve conversación, el silencio entre los interlocutores se hizo más pesado que el azogue, el camionero conducía luchando con el camino infernal y la viuda inmóvil y silenciosa con la cabeza gacha no decía nada. El poderoso motor de Verdolaga roncaba en su lucha desigual con la puna cordillerana y el Rucio con el rabillo del ojo vigilaba a su misteriosa copiloto, cuando de pronto al pasar por el angosto paso de la Garganta del Diablo, el camionero tuvo que poner toda su atención en la huella para no perder el control de su camión, una vez superado el mal paso el Rucio se dio cuenta que la viuda ya no estaba a su lado, había desaparecido por arte de magia.
Intrigado miro por los espejos retrovisores y nada, se detuvo y se bajó llamándola y nada, solo el eco de la noche respondía a sus llamados, un escalofrió recorrió su espalda y rápidamente se trepo a su camión dándose cuenta que el enigmático paquete de la viuda está en el asiento del copiloto.
– Pá mas remate se le quedo el paquete, se dijo para sí mismo
– Lo guardare para entregárselo cuando la vea de nuevo, pensó
Lo tomó para colocarlo en un lugar seguro y se dio cuenta que era muy pesado, intrigado lo abrió para ver su contenido, quedando estupefacto al ver que eran pepitas de oro puro y brillante como las estrellas, el paquete contenía setenta y siete pepitas de oro macizo y nativo, quiso articular palabras de asombro y se dio cuenta que no podía hablar.
Pisar a fondo el acelerador del Verdolaga y rajar como alma que se lleva el diablo, llegar al campamento fue un mero trámite, trato de contarle a su mujer lo sucedido pero no podía emitir palabra alguna, desesperado busco un papel y un lápiz carbonero de Pelusa y garabateo un mensaje burdo que decía “nos vamos”, mientras su mujer no entendía nada entre la mudes de su marido y el paquete de brillantes pepitas de oro.
El rucio Manuel, su mujer y su Hija se marcharon al alba del campamento de Nueva Elqui con rumbo desconocido, años más tarde se supo que se habían radicado en Rancagua, que había comprado unos camiones y se había hecho empresario del transporte, todo esto sin poder hablar nada lo que le valió el apodo del “Mudo Manuel”.
Cuenta la leyenda que cuando el Rucio Manuel estaba ya viejo y enfermo en su lecho de muerte, un día cualquiera recibió la misteriosa visita de una viuda vestida de negro, quien pidió verlo porque lo conocía desde hace tiempo, le permitieron pasar y al ver el Rucio a la mujer comenzó a sudar y trato de gritar algo pero no pudo, pero la viuda lo tranquilizo diciéndole.
– Tranquilo Manuel, los hombres como Ud. Son premiados, no condenados
Seguidamente saco un pañuelo negro de entre sus ropas y enjugo el rostro del Rucio bañado por el sudor, desde ese momento El Rucio Manuel recupero el habla y la mujer se marchó tan misteriosamente como había llegado, esto permitió que el camionero contara esta historia antes de morir tranquilamente es su casa de Rancagua.